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Cerebro estafado

2011/12/21 Carton Virto, Eider - Elhuyar Zientzia

El relato de esta columna está compuesto por dos cuestiones relacionadas con el cerebro humano que no tienen relación entre sí, y la única razón para aparecer en común es el encadenamiento en mi cabeza.

La historia principal gira en torno a la mayor discrepancia entre Darwin y Wallace y Stephen Jay Gould recogió en su libro “La selección natural y el cerebro humano: Darwin contra Wallace” a través de un corto ensayo.

A pesar de que Wallace defendía inequívocamente la selección natural como mecanismo de evolución de las especies, negaba que el cerebro y la inteligencia humanos podían ser consecuencia de la selección natural, a diferencia de Darwin. Conocer esta negación fue un gran descontento para Darwin, ya que en las cartas dirigidas a Wallace dijo claramente: “Espero que no hayas asesinado por completo a tu hijo”, y por otro lado, más adelante: “Si no me lo has dicho tú, habría pensado que esas palabras fueron añadidas por alguien más. Tal y como esperabas, tengo que manifestarle una profunda disconformidad y tengo una gran pena”.

Ha pasado a las páginas de la historia como la contradicción incomprensible de Wallace creer que la inteligencia humana no se debe a la selección natural sino a Dios; y el vacío se atribuye a la falta de valentía de Wallace o a la imposibilidad de afrontar la idea de la excepcionalidad del ser humano. Gould, sin embargo, presenta la negación en su intento como una consecuencia coherente de la visión hiperselectiva de Wallace. Según Gould, Wallace tenía una visión muy rigurosa de la evolución y de la selección natural: la evolución estaba regida por la selección natural, siempre impulsada por variantes que favorecían la adaptación al medio, por lo que todas las variantes y características existentes en los seres vivos debían ser adaptativas.

Pero el cerebro humano no cumplía esa estricta ecuación de Wallace. Como casi nadie de la época, Wallace reconocía que los “salvajes” tenían cerebros como los “finos europeos” y, bajo la influencia de una “formación europea”, eran capaces de integrarse en la “cultura más alta de los europeos”, mientras que en sus sociedades primitivas daban al cerebro un uso mucho más limitado. Esto significaba que tenían capacidades que estaban en estado latente y que fueron creadas antes de que fuera necesario y se utilizaran. Pero como las capacidades inútiles no podían ser el resultado de la selección natural, el cerebro humano y sus capacidades, según Wallace, debían haber sido creadas por una inteligencia más alta, “en una dirección concreta y con un objetivo concreto”.

Hasta el final, coherente o cobarde, es evidente que Wallace estaba equivocada, aunque 150 años después seguimos engañándonos, exagerando el diseño, la eficiencia y el funcionamiento del cerebro. Ante este tipo de desafíos, no hay mejor antídoto que la descripción sin piedad del neurocientífico David Linden en su libro The accidental mind. Para él, el adjetivo que mejor se ajusta al cerebro es el cludge. ¿Y qué es un cludge? Existe la palabra inventada por los ingleses para designar una solución eficaz a un problema a través del uso de partes repentinas entre sí, de circunloquios a un problema y de una solución torcida. Concluyo con una analogía que utiliza Linden para ilustrar las limitaciones que tiene el diseño y la organización del cerebro: supongamos que hemos recibido el encargo de construir el modelo de coche más eficiente posible, y nos han dicho que la condición para hacerlo es partir de la estructura de un Ford T de 1925 y que debemos hacerlo añadiendo partes sin apenas quitar nada del original. Con estas cimentaciones se ha construido el cerebro humano, ya que es el resultado de la evolución lo que se necesita.

Publicado en Berria

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